Había una vez una joven de nombre Lourdes, cuyo corazón latía al ritmo de la escuela. Sus notas destacaban siempre por su excelencia, resultado de las incontables horas que dedicaba al estudio después de las clases. Lourdes comprendía la importancia de ir más allá del tiempo que la mayoría de los jóvenes invertía en las aulas. Su constante empeño y dedicación le granjearon el respeto de maestros y compañeros, quienes frecuentemente la buscaban en busca de su ayuda. Aunque Lourdes anhelaba contribuir aún más, su rígido ritmo de estudio la mantenía apartada de los demás, a pesar de sus buenas intenciones.
La escuela que Lourdes frecuentaba ofrecía un variado programa de materias, tanto obligatorias como opcionales. Entre estas últimas, Lourdes se sentía atraída por todo lo relacionado con los números. Posiblemente, esto se debía a las experiencias compartidas con su abuelo, un destacado matemático que solía jugar con ella entre ecuaciones y risas. Además de obtener sobresalientes en matemáticas, Lourdes participaba regularmente en competencias regionales, poniendo a prueba su destreza frente a otros estudiantes brillantes de diferentes escuelas.
Los padres de Lourdes, siempre atentos a su desarrollo tanto dentro como fuera de la escuela, jugaban un papel fundamental en su vida. A su madre le encantaba cocinar, y a menudo encomendaba a Lourdes la tarea de pesar y contar los ingredientes necesarios para los platillos. Por otro lado, su padre, apasionado por el deporte y las carreras de autos, encontraba en Lourdes una aliada que recordaba las estadísticas de los pilotos durante las transmisiones.
Una soleada mañana de mayo, Lourdes montaba su bicicleta hacia la escuela, contando alegremente personas, perros, postes y semáforos en su camino. Siempre precavida al pedalear, esa mañana, al llegar a una esquina, se encontró con un pequeño niño corriendo fuera de una tienda. Con instinto protector, Lourdes realizó una maniobra para evitar lastimar al pequeño, pero su suerte no fue la misma. Chocó contra una pared y cayó. Testigos preocupados acudieron en su ayuda, notando el golpe en su cabeza. Sin embargo, al responder preguntas básicas, todo parecía normal.
Tras recuperarse y continuar su camino hacia la escuela con su bicicleta maltrecha, Lourdes decidió no mencionar el incidente a sus compañeros, a pesar de haber evitado una tragedia minutos antes.
En el aula, lista para la clase de matemáticas, el profesor inició su lección. Al preguntar a Lourdes sobre una ecuación, todos se sorprendieron al verla en blanco. Los números, que siempre habían sido su fuerte, habían desaparecido de su mente. En medio del desconcierto, Lourdes, sin comprender su propia situación, comenzó a llorar.
Los compañeros susurraban, sugiriendo razones incorrectas para su cambio. La verdad era que, aunque Lourdes se sentía abrumada, no había perdido interés en la escuela ni enfrentaba problemas en casa. El profesor, sin entender el motivo, se acercó para consolarla y comprender la razón detrás de su incapacidad para responder.
Lourdes, pidiendo permiso al profesor, se retiró al baño acompañada de sus amigas para reflexionar sobre la extraña situación. Entre lágrimas, se resistía a aceptar la pérdida de su conexión con los números.
Al regresar a casa, Lourdes compartió el incidente con sus padres. Su padre sugirió consultar al médico, mientras que su madre recordó a una amiga cuyo padre había enfrentado un problema de pérdida de memoria. Lo curioso era que, en el caso de Lourdes, el problema se limitaba únicamente a los números.
Con el paso de los años, resignada a la pérdida de su habilidad más preciada, Lourdes optó por estudiar otras materias ajenas a los números. Se graduó como socióloga y dedicó su vida a comprender a los seres humanos en profundidad.
Aunque sus conocidos reconocían su disciplina y formación, sabían que en su rostro faltaba la sonrisa provocada por los números ahora inexistentes para ella.
Un miércoles, después de aproximadamente veinticinco años, Lourdes recibió una visita en su pequeño cubículo. Como profesional dedicada a la enseñanza, esta vez de sociología, fue sorprendida por un joven apuesto. Al acercarse, le preguntó si lo recordaba. A pesar de sus esfuerzos, Lourdes no logró identificarlo.
El joven le mostró un cuaderno con el nombre de Lourdes, explicando que provenía del día en que, al intentar evitar lastimarlo, ella cayó de la bicicleta y golpeó su cabeza. Lourdes quedó atónita ante la historia y, aunque el joven no recordaba mucho, la fecha era clara: el miércoles 6 de junio de 2001. Venía a agradecerle por el gesto que demostró el valor de una vida.
Al escuchar la fecha, la mente de Lourdes se iluminó. Recordó la hora, las 7:30 de la mañana, cerca de la avenida 15 oriente sur. Ese encuentro mágico le devolvió los números perdidos durante tantos años.
Antes de que el joven partiera, Lourdes le dio un cálido abrazo. Con una sonrisa, él se retiró.
Ese momento mágico reavivó la pasión de Lourdes, permitiéndole dedicar su tiempo completo a la enseñanza de las matemáticas.